Contra todos los reclamos, el gobierno venezolano llevó a cabo las elecciones constituyentes el pasado domingo 30 de julio en medio de la escasez de productos de primera necesidad, con la economía estancada, la inflación más alta del mundo, el peligro inminente del default, índices de criminalidad sin precedentes, enfrentamientos callejeros cotidianos y más de 130 muertes en los últimos cuatro meses.

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La metodología dispuesta para las elecciones de los 545 curules que compondrían la Asamblea Nacional Constituyente convocada por el presidente Nicolás Maduro dio lugar a protestas y llamados de atención dentro y fuera del país, respecto de la radicalización del régimen bolivariano.

Se trató de un modo de selección que vulneró el sistema electoral aplicado hasta el momento, con el objetivo de que arrojara el resultado deseado por el oficialismo. ¿Por qué? Porque sobredimensionó la representación de los votantes rurales, afines al chavismo, e hizo lo contrario con la representación de los sectores urbanos, claramente opositores. Porque negoció que una fracción importante de esos curules serían elegidos por distintas corporaciones que, o bien ya eran afines al chavismo o bien fueron presionadas para negociar con él. Porque no hubo auditores opositores ni se permitieron observadores internacionales imparciales como existieron en elecciones anteriores. Porque se abrió aproximadamente un tercio de las mesas electorales que las existentes en elecciones nacionales anteriores. Sin embargo, todo eso permitía pensar en elecciones “amañadas” pero no confirmar todavía la existencia de un fraude electoral liso y llano. Hasta que apareció la prueba que faltaba.

La consumación del fraude

Los resultados del escrutinio dieron inmediatamente lugar a la suspicacia. Se suponía que en medio de una crisis política, económica y social sin precedentes, con cientos de venezolanos que diariamente intentan huir del país, con una fragmentación social que erosiona los vínculos aceleradamente y hace prácticamente imposible el diálogo, en medio de la represión de las fuerzas de seguridad, el gobierno había obtenido casi las misma cifra de votantes que el propio Hugo Chávez en su pico de popularidad.

Algo no cerraba. Sobre todo si se tenía en cuenta que una consulta popular convocada por el sector más aglutinante de la oposición semanas antes había arrojado un resultado de aproximadamente 7,5 millones de votantes que se expresaron en contra de modificar la actual Constitución. Desde luego, esas elecciones también tuvieron una validez cuestionable. Pero hay dos curiosidades en torno a este punto.

La primera es que desde que perdió las elecciones legislativas en 2015, el gobierno de Maduro suspendió dos procesos electorales justamente porque entendía que podría obtener otro revés electoral. La segunda, es que el oficialismo expresó públicamente que necesitaba superar los 7,5 millones de sufragios no por la elección “casera” que había hecho la oposición, sino porque esa era la cifra oportunamente calculada como necesaria para revocar el mandato del presidente. Es decir, que había que dar un mensaje contundente. Y tan contundente fue, que apareció de repente una cantidad inexplicable de votantes oficialistas. Aunque en realidad, lo inexplicable no fue tal cosa.

El pasado miércoles, la empresa Smartmatic, encargada de llevar adelante el sistema de voto electrónico en Venezuela desde que fuera contratada por la administración del propio Hugo Chávez en 2004, confirmó que se había consumado el fraude. Luego de trasladar velozmente a varios de sus ejecutivos fuera del país por temor a una eventual represalia, la empresa expresó mediante un comunicado que “en las pasadas elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente hubo manipulación del dato de participación”. Y agregó que “la diferencia entre la cantidad anunciada y la que arroja el sistema es de al menos un millón de electores”. Para colmo, esa cifra es solamente un estimado, pues podría ser mayor aún. Solamente una auditoría -que jamás se realizará- podría confirmar la cifra exacta de la manipulación. Se trató ni más ni menos, que del fraude más grande que se haya registrado en la historia de Latinoamérica.

¿Por qué una nueva Constitución y por qué un fraude?

La ya electa presidente de la Asamblea Constituyente, la excanciller Delcy Rodríguez, expresó: "Vinimos aquí no a destruir nuestra Constitución, sino a eliminar todos los obstáculos que nos han impedido materializar algunos de sus avances". La historia juzgará si se trata solamente de una persona tan fuertemente ideologizada que transgredió el límite del fanatismo, o si se trata simplemente de un miembro más de un grupo de inescrupulosos que quiere conservar el poder a cualquier precio.

Lo cierto es que la Asamblea Constituyente se puso en funcionamiento desoyendo los reclamos y las sugerencias de la amplia mayoría de la comunidad internacional, incluyendo la exhortación del Papa Francisco. Su misión es sencilla: cambiar las reglas de juego del Sistema Político. Eso solamente puede hacerse de manera legal mediante una reforma de la Constitución. Pero para que esa reforma tenga validez, se necesita imperiosamente la autoridad que solamente puede darle la legitimidad popular, puesto que la Asamblea Constituyente es soberana, es decir, que no reconoce poder superior sobre sí misma. Sin esa legitimidad, se trataría solamente de imposición del poder por la fuerza del poder mismo. Y esa sería la confirmación veraz y brutal de que en Venezuela se impuso el autoritarismo.

La Asamblea Constituyente que se ha montado en estas circunstancias, no es más que un ardid del régimen bolivariano para simular un órgano soberano que le dará un poder sin restricciones, sin límites, absoluto. Y ya lo dijo hace mucho tiempo un parlamentario británico: “el poder tiende a corromper, pero el poder absoluto, corrompe absolutamente”. Las elecciones fueron un engaño perpetrado para darle una falsa legitimidad a esa Asamblea.

Para la comunidad internacional, nada de lo que la Asamblea Constituyente decida tendrá validez. Excepto para el puñado de países que apoyan al gobierno de Nicolás Maduro, que no son más que cinco o seis, casi todos ellos con serias dificultades para explicar su propio cumplimiento con las reglas de juego de la democracia.

¿Hay una salida?

Siempre hay una salida, buena o mala, pero la hay. Lamentablemente es difícil advertir una que, en este caso, no contemple violencia.

Si la Asamblea Constituyente prosigue, es muy probable que la resistencia civil por parte de quienes no se sienten representados aumente. Eso se trasladará como más violencia en las calles. Si la Asamblea no prosiguiera, tampoco es garantía de que el gobierno de Maduro fuera a convocar a unas elecciones libres con reglas de juego claras y previamente establecidas -que es precisamente lo que pretende evitar- con lo cual, la violencia permanecería instalada tal como lo está ahora.

Todo parece indicar que el aparato represivo del Estado avanzará proporcionalmente al nivel de desacuerdo vertido en las calles por los sectores opositores. Ante este panorama, la salida menos violenta o menos traumática, sería aquella que supusiera un voluntario paso al costado del régimen, o bien una fractura interna que terminara por alcanzar a las fuerzas armadas y las pusiera en el lado contrario en el que ahora están.

Sucede que hay al menos dos líderes chavistas, Diosdado Cabello, con fuerte ascendencia militar, y el general Vladimir Padrino López, que son aún más radicales que el mismísimo Nicolás Maduro y parecen menos dispuestos que él a dar un paso al costado. Aún en el hipotético caso de que el chavismo abandonara el poder, la situación del país es tan grave que demandará varios años -y quizás varios gobiernos- encauzar la situación. Lo único seguro hoy en Venezuela es que el fraude, cayó de Maduro.