En el marco del fuerte crecimiento económico durante de los gobiernos kirchneristas se produjo una importante caída de la producción de hidrocarburos. Con el correr de los años, esta combinación se tradujo en una importante crisis energética y en la necesidad de importar este tipo de recursos, con el consecuente deterioro de las cuentas externas de nuestra economía.

Para enfrentar este problema, desde la secretaría de energía se buscó generar un marco de fuertes incentivos para que las empresas del sector incrementen sus niveles de exploración y producción. Este esquema se estructuró a partir de un conjunto de programas y resoluciones que implicaron una enorme transferencia de recursos desde el Estado hacia las compañías hidrocarburíferas. En este contexto se produce la nacionalización de la mayoría accionaria de YPF y se le asigna a dicha empresa el rol de liderar las inversiones en el sector.

Esta estrategia que por un lado otorgó cuantiosos subsidios a las empresas y por otro mantuvo una fuerte regulación de las tarifas de los hogares, tuvo un éxito relativo, logrando frenar parcialmente la caída de la producción en los últimos años.

Por su parte, la regulación de tarifas provocó una disminución del peso de este tipo de gastos en la canasta familiar. Esto se correspondía con el rol estratégico que se le asignó al consumo interno dentro del esquema macroeconómico, ya que cubierta la necesidad de estos servicios, el ingreso disponible para otro tipo de gastos, era mayor. Mediante los subsidios mencionados, el Estado financiaba una parte del consumo de gas de los hogares.

El gobierno de Cambiemos decidió un cambio rotundo de esta estrategia. Su anhelo es lograr la desregulación de los mercados y que los cuadros tarifarios queden definidos por la libre interacción de la oferta (empresas) y la demanda (hogares). Desde la maquinaria comunicacional oficialista se construyó la idea de que la principal culpa de la crisis energética residía en el desproporcionado consumo de los hogares (por una vez, la “pesada herencia” no fue la única explicación para un problema, o lo era, pero de modo indirecto). En este marco el flamante ministerio de energía decide eliminar los subsidios y que pasen a ser las familias, tarifazo mediante, quienes financien la totalidad de su consumo energético.

En esta forma de enfrentar el problema sectorial, hay también una fuerte coherencia con la estrategia macroeconómica de la nueva gestión. Un gobierno que decidió reducir sus ingresos disminuyendo o eliminado los impuestos que pagaban las actividades más rentables del país es difícil que se pueda hacer cargo, presupuestariamente hablando, de los costos de las transferencias energéticas. Por otra parte, el aumento de las tarifas obliga a los hogares a renunciar a otro tipo de consumo y enfría la economía generando una tendencia hacia el crecimiento de la desocupación. El mayor desempleo socava el poder de los sindicatos para negociar incrementos salariales y de este modo se consolida la transferencia de ingresos desde los trabajadores hacia los empresarios.

Se trata, hasta aquí, de dos formas muy distintas de enfrentar el mismo problema, cada una de ellas, consistente con el programa político de la fuerza gobernante en cada período. Más allá de las diferencias enormes entre una y otra, ninguna de estas estrategias parece enfrentar las causas estructurales de la actual crisis energética. El problema es que no alcanza con buscar en el sector energético la raíz de su crisis.  Por el contrario, la cuestión energética, se halla fuertemente entrelazada con los grandes problemas de la economía argentina: concentración del poder económico en pocos actores, extranjerización de la cúpula empresarial y restricción externa (necesidad de dólares para importar lo que no se produce en el país y para realizar inversiones estratégicas). Estos aspectos, a su vez, se potencian y retroalimentan entre sí y es en el contexto estructurado por ellos que se define qué tipo de energía se produce, cómo se produce y quién la consume.