Doce años. Dos historias. Otras miles anónimas, olvidadas como sus pequeños y débiles personajes. Del "polaquito" se sabe sólo lo que se quiere escuchar. Que roba, que camina armado y que mata si tiene que matar. Lo contó él mismo en televisión en un canal de aire y en horario estelar, un domingo por la noche, cuando las luces de la mayoría de los hogares están encendidas. Dijo que tenía apenas 12 años, pero que era un "pesado" del barrio, de Villa Caraza, en el partido bonaerense de Lanús.

Su narración se pareció más bien a una fábula, a esos relatos que inventan los chicos para parecerse a los más grandes. Contó, entre otras andanzas,  que robó una camioneta, que manejó desde Lanús hasta Villa Soldati para “reducirla”, que le dieron 50 mil pesos por el botín pero que tuvo que “balear” al cómplice “porque no le quería dar su parte”. Los adultos lo observaron con desprecio y lo juzgaron con odio, sin saber si lo que decía era verdad, sin conocer su historia de vida, sin indagar en su desamparo.

La que salió a defenderlo fue su mamá, Fernanda, una mujer que tiene cuatro hijos y que se rompe el lomo en una cooperativa de reciclado para llevar comida a su casa. Hizo una denuncia -cargó contra el secretario de Seguridad de Lanús, Diego Kravetz, por "apretarlo" para que accediera a la nota-y pidió ayuda a los gritos.

Reconoció que su hijo consume drogas, que estuvo detenido por hurtos, pero negó categóricamente que el niño haya cometido un asesinato. "Se hace el canchero, le gusta contar historias que le pasaron a otros pibes", aclaró la mujer, para luego hablar de un Estado totalmente ausente. Una escuela que no pudo contener, una institución médica que hizo caso omiso al pedido de internación y un juzgado que la ignoró cuando rogó algo de contención para su nene.

A Rolando Mansilla, el pibe de 12 años que en junio de 2015 murió acribillado en el techo de un búnker de droga en barrio Ludueña, nadie lo defendió. Su papá le dijo a los fiscales que el nene vivía con una tía materna, que no tenía mucho contacto y que sabía que cada tanto desaparecía de su casa, ubicada a varios kilómetros de allí, en Empalme Graneros.

La tía nunca quiso hablar con los medios de comunicación. Los periodistas que siguieron la historia se enteraron que el chico había llegado tiempo atrás del Chaco con parte de su familia. Pero Rosario estuvo lejos de ser una tierra de oportunidades. La calle fue el único cobijo de Rolando ante tanta orfandad. 

En el  techo del búnker de Magallanes 354 bis, donde  el chico hacía de "soldadito" durante las frías noches de aquel invierno, había un colchón y un calentador. Las puertas y ventanas estaban soldadas. Dentro solo había un perro hambriento y escombros. La investigación se inclinó por un disparo mortal durante un enfrentamiento entre bandas de la zona. Sin embargo, la causa nunca avanzó. El crimen sigue impune.

Los "polaquitos" del conurbano bonaerense y los Rolandos de Rosario están de un lado de la grieta, una enorme raja que a lo largo de 2.780.400 kilómetros cuadros de superficie separa a excluidos de incluidos. Esa brecha, a diferencia de otras, define oportunidades y destinos. Es la única que debería preocupar.