“Eran las cuatro de la mañana, una noche de mucho calor. Todo el mundo estaba afuera, ella también. Y como ya me había tomando toda la cerveza que había encontrado a mano, la encaré ahí, cerca del árbol. No era un encare más, era una obsesión desde hacía ya varios años. Le dije todo lo que sentía, por su mirada supe que algo le pasaba conmigo también… pero al final no me dio bola. Lo único bueno de esa noche es que me la logré sacar de la cabeza y un par de semanas después conocí a la que sería mi mujer, también acá, en Luna”.

La confesión de un cuarentón nostálgico a sus amigos se filtra entre tantas otras anécdotas que este sábado, ya casi domingo, se escuchan superpuestas en el patio del boliche de Tucumán y San Martín. Hace algo de frío, pero son tantos los memoriosos que decidieron celebrar la última noche de La Luna Bar que el tumulto logra que el ambiente se sienta primaveral. En el primer piso casi no se puede caminar y abajo apenas hay algunos claros. 

El panorama no promete mejorar: la fila para entrar da vuelta a la esquina. Que los que salgan anticipen que dentro no cabe un alfiler y que la hilera no se va a mover por horas solo logra reforzar la idea de que realmente vale la pena esa visita final al que fuera mítico lugar de encuentros y desencuentros por décadas. 

“Ni me acuerdo la última vez que vine. Ahora a todos nos pega el viejazo pero hace mil años que no veníamos y la última vez que vinimos no nos gustó nada. Lo que uno extraña es otra época, más allá del lugar. Es como cuando sos chiquito y volvés a la casa donde vivías, que parecía enorme y la ves chica. Acá todo es igual y a la vez es distinto”.

Cerca de un tele, curiosos se arremolinan para observar detenidamente una sucesión de imágenes retro registradas en el mismo espacio en el que se encuentran esta noche. Pantalones con cintura demasiado alta, camisolas holgadas, algún jean nevado, cortes de pelo que ahora dan gracia y la lista continúa. De a ratos, aparece Charly García. Muchos se preguntan internamente si sus caras aparecerán entre esa multitud ochentosa y noventosa que se repite cada tantos minutos, sin tregua. Son más los que agradecen al cielo no haber sido escrachados. 

“Mirá, ahí está Eric Clapton, bueno, el que decíamos que era su doble. Tengo que sacarle una foto y mandarle a mi amiga que ahora vive en España. Y ese grupo de pelados también me suena. Claro, cuando veníamos eran siempre las mismas caras, lo que pasa es que a todos nos pasó el tiempo y hay muchos que ya no ubico. No era el típico lugar concheto, tampoco super hippie. Acá había un poco de todo”.

Dos chicas se saludan a los gritos cerca del pool. Se abrazan, balbucean entre risas anécdotas de lo que probablemente haya sido su época juntas en el bar. Después se suma un chico, que por su caminata irregular parece haberse tomado algún trago de más. En minutos llega la selfie con el fondo de la pared pintada de luna. Todos quieren la selfie con ese fondo. No sacarse esa selfie es como llegar a la cima del Everest y no plantar la bandera. 

“Ahora todos con los teléfonos, obsesionados. Me parece re loco estar acá en Luna y que todos miren sus teléfonos, se saquen selfies y manden mensajes. En esa época ni había celulares. Si quedabas acá a una hora y llegabas más tarde, ni señales de humo. Ahora que lo pienso, daba más para que todo fluyera y hubiera casualidades, estaba bueno”. 

En la pista del primer piso se escuchan temas de antaño, pero son pocos los que bailan. No es noche de baile, de boliche. Es noche de museo viviente. Son más los que evocan los temas con los que solían bailar que los que aprovechan para realmente moverse al ritmo de la música. Está claro: es noche de nostalgia. Bailar podría interpretarse como una falta de respeto.

“Casi no vengo, porque algunas cosas que pasaron acá mejor no acordarse”. “Una amiga me contaba que la famosa reja que le pusieron al árbol del patio fue después de que su papá se cayera por ese agujero”. “Che, esa barra en la esquina no estaba. ¿Y este animal gigante siempre estuvo acá?¿Cuánto hace que no vengo?”.  “No te puedo creer que en la barra te sigan dando estos vasitos largos de plástico que te hacen mal la boca”. “Si alguien hubiese instalado en este baño un micrófono se hacía rico vendiendo secretos”. “Nunca me levanté a un tipo en Luna”. “Yo acá celebré mi cumpleaños. Creo que cumplía 22. Qué vieja me siento. Mejor no hago cuentas. Che, ¿esas chicas no son demasiado chicas para estar acá?”. 

Ya no habrá clásicos en la pista, ni pool en planta baja, ni árbol enrejado, ni pared con luna. Habrá un edificio, de los tantos que crecen a orillas del río. Habrá otros bares, otras historias, otras músicas. Pero si algo quedó claro después de la noche del sábado es que la esquina de Tucumán y San Martín siempre será una buena fuente de anécdotas y una entrañable excusa para ejercitar la nostalgia.