La cuarta prórroga a la Ley de Emergencia de la Propiedad Comunitaria reavivó el debate sobre una vieja deuda que el Estado nacional mantiene con los habitantes originales de este suelo, los pueblos originarios. Y en ese marco, la Universidad Nacional de Rosario editó un libro que pone de relieve estos asuntos nunca resueltos y que en lo cotidiano se traducen en la violación de los derechos humanos de esa parte de la población. Una problemática que involucra a la provincia de Santa Fe, y a Rosario en particular, donde las comunidades indígenas reanudaron este año la movilización en reclamo de legislación definitiva que las legitime en la ocupación y uso de sus tierras ancestrales ya como dueños titulares. En esta ciudad no hay tierras comunitarias, y la población qom y mocoví –también hay wichi, pilagá y mapuche, pero muy poca– que empezó a radicarse desde hace 35 años enfrenta un problema nada sencillo con sus viviendas, ocupadas a modo individual y no con sentido comunitario, como indican sus culturas. Se precisa una ley que reconozca la forma de propiedad comunitaria.

El reclamo histórico de las comunidades originarias no tiene cabida entre las prioridades de las agendas parlamentarias, ni nacional ni provinciales. Data de 2006 la ley 26160, de emergencia de la propiedad comunitaria, y que obliga al Estado –esto es el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI)– a realizar un relevamiento territorial de cada comunidad en coordinación con los gobiernos locales. Pero esta ley es solo la antesala de lo que debería ser una legislación definitiva que consolide a los pueblos originarios en sus tierras, a salvo de los intereses económicos que los mismos estados dan calce, al autorizar desmontes, expropiaciones, explotaciones agrícolas y ganaderas.

Desde entonces esa ley se viene prorrogando. El Presidente Alberto Fernández tuvo que hacerlo el 18 de noviembre a través de un Decreto de Necesidad y Urgencia. Carlos Salamanca es investigador del Conicet y director del Programa Espacios, Políticas, Sociedades (Centro de Estudios Interdisciplinarios, Universidad Nacional de Rosario). En su prólogo del libro Salir de la emergencia (CEI - UNR) puso de relieve que 15 años después de sancionada la ley, todavía falta relevar más de la mitad del total de comunidades indígenas. Y mientras tanto, "sobre muchos territorios se ciernen amenazas de desalojos y expulsiones", bajo la presión de un modelo extractivista que prioriza el agronegocio y el monocultivo.

El libro recopila una serie de conversatorios que se desarrollaron en la víspera del DNU presidencial de prórroga de la ley, entre setiembre y noviembre pasado, con personas involucradas como líderes indígenas, ambientalistas, abogados y antropólogos. Como caso testigo está el relevamiento que el INAI realizó en la comunidad Mbya Guaraní de Alecrín, en Misiones. Una experiencia que se hizo desde el Estado, y desde el Estado mismo a su vez se autorizó continuar con la deforestación en la zona. "Eso ocurre paradojalmente, el Estado hace una cosa con una mano y lo opuesto con la otra", señaló Salamanca a RosarioPlus.com.

Desde la sanción de la Ley en 2006 se ha relevado sólo el 42% de las comunidades. Es pertinente considerar además que cuando se sancionó la legislación había menos de mil comunidades registradas y que hoy son 1.756, de las cuales 703 ya han sido relevadas, con resolución administrativa. Santa Fe es una de las pocas provincias junto con Salta, Chaco, Misiones y Jujuy, que mantiene un convenio con el INAI para avanzar en el relevamiento de comunidades. 

El debate apunta superar esta ley 26160 que impide los desalojos y reconoce la posesión originaria de tierras, pero falta otra legislación con la que el Estado reconozca de manera definitiva los territorios comunitarios para esta población, esto es, la necesidad de una Ley de Propiedad Comunitaria Indígena que garantice la propiedad y titularidad, no solo la posesión.

"Se desconoce que, como consecuencia de una práctica estructural y culturalmente arraigada de despojo, muchos indígenas en el país habitan hoy en pequeñas porciones de tierra de lo que fueron sus territorios tradicionales. Permanece una impronta etnocéntrica que invierte la carga de la prueba en la misma ley. Las comunidades indígenas, aun con la injusticia socioespacial que viven, deben demostrar que la posesión que ejercen de sus tierras es legítima", observó Salamanca en el prólogo del libro del que participaron académicos, activistas , indígenas y no indígenas de distintas organizaciones.

La Constitución de 1994 incluyó el reconocimiento de la propiedad comunitaria indígena, estatuto clave para revertir la relación traumática que campeó siempre entre Estado y pueblos originarios. A pesar del reconocimiento normativo, y a pesar del tiempo transcurrido, el goce efectivo de los derechos territoriales sigue siendo una utopía para este sector de la población.

El caso Rosario

En Rosario, la Dirección de Pueblos Originarios municipal realizó un censo en 2014, y luego le hizo algunas actualizaciones. En ese entonces, contaron 6.521 personas que se declararon pertenecientes a pueblos originarios. La titular de esa repartición, Marcela Valdata, estima que esa población creció quizás un tercio y hoy contenga a unos 8500 miembros, sin contar la comunidad de paraguayos guaraníes, fuera de este registro. 

Aquí la lucha no es por tierras comunitarias porque no las hay como tales. Pero aunque la relación socio espacial es diferente, el sentido de comunidad persiste como identidad. Esta población sí se debe un reconocimiento del Estado al carácter comunitario de las viviendas que les han ido asignando desde que empezaron a migrar masivamente, a mediados de los '80, y que en muchos casos han terminado de pagar. "Esas tierras no están planificadas como comunitarias porque tienen viviendas de uso individual", explicó Valdata.

Al poseer viviendas individuales no comunitarias hubo quienes las vendieron –muchas veces, de palabra nomás– a personas ajenas a la comunidad indígena, y allí la situación se complejiza y depara una puerta de ingreso del narcomenudeo u otras economías delictivas al barrio.

El incremento poblacional superó las previsiones. Las dificultades llegan a extremos como el de la violencia institucional. Dentro de una veintena de casos de represión estatal contra el reclamo indígena en diversas provincias, se cuenta el desalojo violento que la policía hizo el 12 de junio de 2020 sobre un grupo de familias Qom y Moqoit (tobas y mocovíes) en un predio de Rouillón y Aborígenes Argentinos que pretendían ocupar para erigir allí sus viviendas y aliviar el hacinamiento que predomina en el barrio.

La misma saturación registra el asentamiento de Travesía y Sorrento, al norte del emplazamiento de Juan José Paso y Sabin, el ex proyecto Sueños Compartidos. Quedaron 37 viviendas sin construir, y el terreno hoy está ocupado por un centenar de familias. "Durante el gobierno de Macri no hubo ningún acercamiento de Nación para solucionar el problema allí. Hicieron promesas nunca concretadas, y persisten las comunidades que hace casi 40 años que están en la ciudad y que nunca tuvieron inserción en planes habitacionales", señaló Valdata.

Los asentamientos urbanos y periurbanos indígenas como los barrios de Travesía y Sorrento, o Los Pumitas, o de Rouillón y Maradona, registran hoy un alto grado de hacinamiento porque las familias de origen se han multiplicado, y la inmigración desde el norte continúa. Entonces, destaca "el déficit en infraestructura y saneamiento, y la ausencia de una política clara que baje para contribuir al ejercicio de los derechos territoriales", señala el documento publicado por CEI-UNR.

A nivel local, la problemática se discute en la comisión de Tierra y Vivienda del Concejo, con la presencia del Ejecutivo y doce comunidades originarias. Mientras tanto esperan desde agosto que el INAI atienda su llamado.

Las familias originarias se han ido dispersando, y ya no habitan solamente los tres barrios mencionados. También residen en Industrial, Bella Vista Oeste, Villa Banana, Villa Pororó, Tío Rolo y Fontanarrosa (Zona Cero). Desde el censo de 2014, hay barrios que duplicaron su población originaria en estos siete años. "Es preciso tener certeza mayor, y saber los núcleos parentales que conforman la comunidad de Rosario", señaló la titular del área municipal.

"La consecuencia de que Rosario no tenga tierras comunitarias es el desarrollo de esta población en la marginalidad, asentamiento poco urbanizados, con problemas de acceso a servicios públicos porque se han ido extendiendo en lugares donde no es posible aún una vida digna ni saludable. Y como no hay un trabajo que apunte a considerar esas propiedades como comunitarias, es que se necesita una planificación, una ley, para que las viviendas pertenezcan para siempre a la comunidad, que sean intransferibles. No hay planificación en sentido comunitario. No hay regulación para que eso sea de la comunidad y no individual", reclamó Valdata, antropóloga de profesión.